lunes, 21 de enero de 2013

Los Zapatos Rojos de Charol (III)


El agudo sonido del timbre penetró en su mente con intensidad, obligándola a abandonar la serenidad de su mundo onírico. Aún adormilada, Sara cubrió su cabeza con las mantas, rasgando esos últimos segundos de sueño al luminoso día que entraba ya por su ventana. Pensó por un instante en quedarse en la cama, ahí escondida bajo su cálido edredón, esperando que Morfeo la llevase de nuevo a su reino. Pero la curiosidad le venció: ¿quién vendría a levantarla un sábado por la mañana? Rezongando y de mala gana, se levantó. Se enfundó en su vieja bata de casa, mientras arrastraba hacia la puerta unos gastados conejitos de lana. Si es mi madre, la mato, pensó mientras se recogía torpemente su largo cabello en una cola, sin imaginar quién sería esa visita inesperada.

El asombro que al abrir la puerta se dibujó en su cara sólo era comparable a la ansiedad que la de Julia mostraba. Extrañada, sorprendida, completamente estupefacta y...Sí, también indignada. ¿Cómo se había atrevido a presentarse en su casa  así, sin más? ¿Cómo era capaz de aparecer como si nada hubiese sucedido? ¿Cómo podía tocar a su puerta después de lo que le dijo? 
Las preguntas se sucedían en su mente a la misma velocidad a la que su ira aumentaba. Su sangre hervía por todo su cuerpo, produciéndole un molesto cosquilleo en la punta de sus dedos. Sus mejillas mostraban su enfado en su máximo esplendor y entonces, cuando tan sólo una palabra de su boca habría prendido la llama capaz de abrasar para siempre el último resquicio de aquella amistad, sucedió. Vio sus zapatos. Los zapatos que ella le había elegido. El complemento perfecto para su nueva vida: los zapatos rojos de charol. Y las hormiguitas que minutos antes habían recorrido su cuerpo incendiando toda su sangre, parecieron descansar. La rabia comenzó a abandonarla y una terrible nostalgia ocupó, no sólo su cuerpo, también, su alma. Y sólo entonces la vio. Como el fantasma de la mujer que un día fue, el espectro de su amiga era quien la visitaba.

- No me cierres la puerta, por favor -suplicó Julia con apenas un hilo de voz- sé que no tengo derecho a presentarme aquí y esperar que me ayudes pero eres mi única amiga, la única verdadera y te necesito.

Sara continuaba paralizada, observando con atención aquella visión de Julia. ¿Qué le habría ocurrido? Ésa no era su amiga. Sus cabellos de vivo y fulgurante cobrizo se mostraban tristes y apagados; su tez, antaño rosada, cálida y suave, lucía pálida, fría y ajada. Las ojeras se perdían en las mejillas despojadas de toda luz y dos ojos hinchados se habían tragado su vivaracha mirada azul. ¿Qué había sido de su Julia? Y sólo entonces la buscó. 
La miel de su mirada se sumergió en el oscuro océano que habitaba la de Julia, y allí, ahogada, en el fondo de ese mar embravecido, encontró los restos de la mujer valiente que un día conoció: la niña indefensa y desvalida a la que protegió. Y sólo entonces la perdonó. 

El fantasma de Julia llevaba unos cinco minutos excusándose y suplicando su amnistía. Era hora de calmar su conciencia y comenzar a rescatar a esa pequeña niña perdida en el fondo del mar, a esa mujer valiente extraviada en algún lugar de Dublín. Y con un ligero movimiento de su delicada mano, Sara abrió la puerta por completo, ofreciéndole su casa.

- Está bien, acepto tus disculpas, anda, pasa. 
- Pero, ¿de verdad me perdonas? Te traté tan mal...
- Es cierto, me hiciste mucho daño. Pero bueno, prometimos estar siempre ahí, ¿no? Y creo que ahora más que nunca, necesitas que esté aquí. Mírate, pareces una piltrafilla, ¡tienes un aspecto horrible! Anda, siéntate y dime qué te pasa. 

Y mientras aquel espectro ocupaba el sitio que Sara le ofrecía en su sofá, el oscuro y embravecido mar que se escondía en su mirada comenzó a materializarse, abandonando su cuerpo, vaciando su alma, trayendo a la superficie a la valiente mujer que el fantasma había ocultado. Y como si los años de amistad perdida no hubieran existido, la complicidad entre ambas apareció en el abrazo que Sara le dio. Y así, en una perfecta catarsis, ambas amigas lloraron, liberando los años de dolor contenido.  

- Parecemos dos colegialas estúpidas -dijo Sara mientras intentaba secarse las lágrimas con el dorso de la mano. 
- Puede ser...Pero me hacía falta. Te he echado tanto de menos. 
- Y yo a ti, ni te imaginas cuánto -dijo con una voz ahogada que parecía ocultar mucho- Bueno, dejémonos de tonterías -añadió- voy a preparar un café y nos ponemos al día.
- Sí, un café estaría bien.

Sara, la gran sibarita del café, preparó éste con un cuidado extremo. El primer café que compartían en dos años debía ser especial. Había aprendido de su tía que un café puede revelar mucha información sobre la persona que lo bebe: los solitarios suelen elegir solos, los que van con prisa por la vida, expresos, los que tienen miedo a todo, descafeinados y así continuaba una larga lista. Sin embargo, ella creía firmemente que era el café el que transmitía al bebedor sus cualidades y no al revés. Por ello, eligió para la ocasión un capuchino: café, nata, y unas pepitas de chocolate. Un toque de miel, para endulzar y el café perfecto estaba listo. Justo lo que necesitaban, un toque de alegría y optimismo. 

- ¡Prepárate, honey, aquí vienen los capuchinos!, dijo Sara con voz cantarina mientras abría la puerta del salón con ayuda de su trasero.

Julia no pudo evitar reírse ante la emoción de su amiga. Y sin apenas percibirlo, su mente la traicionó de nuevo.

- Tal vez si yo hubiera puesto el mismo entusiasmo en mi relación con Carlos, no me habría sido infiel.
- ¡¿Qué ese cabrón te ha puesto los cuernos?!, chilló Sara airada.

Y mientras ella luchaba por no tirar la bandeja con su preciado tesoro, Julia se maldecía por haber expresado su pensamiento en voz alta.

- Cálmate, Sara, ahora te lo explico.
- No, no me pidas que me calme...Te lo dije, y no quisiste escucharme, sabía que era un cerdo. Lo sabía, ese cabrón intentó...¿Y encima te echas la culpa? Ah, no, de eso nada, si el muy capullo te ha puesto los cuernos es porque él es un imbécil, te enteras, ¡¡¡ÉL!!!
- Sí, lo sé -admitió Julia cabizbaja, y una lágrima recorrió de nuevo su rostro. 

Sara no podía soportar ver a su amiga así, y menos por un tipejo como Carlos. Dejó la bandeja en la mesita que tenían delante del pequeño sofá en el que se encontraban y, sentándose con cuidado, acarició la mejilla de su amiga para secarle la lágrima.

- Está bien  -suspiró- ya estoy calmada. Te escucho.
- No...No tienes que calmarte, sé que tienes razón...Es sólo que lo quería...¡Y me siento tan idiota!, añadió antes de que de su voz se extinguiese ahogada en el océano que inundaba sus ojos.  

Su amiga la abrazó de nuevo, agradecida porque el dolor de Julia hubiera ocultado su pequeño desliz lingüístico, afligida por verla hundida sabiendo que Carlos no la merecía, atormentada por el recuerdo que advertía este final. Y mientras acariciaba los revueltos rizos de Julia, su memoria la atrapó. Regresó a Dublín, al pequeño apartamento que Julia y Carlos compartían, a la noche que puso fin a su amistad. 

- Vaya Sara, te has puesto muy sexy para salir esta noche. ¿Es para impresionarme? -le dijo Carlos con una voz que resultaba incómodamente sensual.
- No digas tonterías. Anda, lárgate y déjame que me arregle en paz.
- Venga, no disimules, he visto cómo miras -insistió Carlos guiñándole un ojo.
- ¿Tú eres tonto o qué? Te he dicho que te largues.

Pero Carlos no se fue, caminó pausadamente hacia ella. “Vamos”, le dijo, “¿no notas la tensión entre nosotros?”. Y un escalofrío fue lo que Sara notó. Ella retrocedió. Él dio un paso más, y la alcanzó. Y su mano, ansiosa por sentir la piel erizada de Sara, acarició su cuello, bajando lentamente hasta el tirante de su vestido. Y lo dejó caer.  Ella parpadeó asombrada. Por primera vez en su vida, no sabía cómo reaccionar. Se sintió intimidada, acorralada y asustada. Y la besó. Y al fin, ella reaccionó. Reuniendo toda su fuerza, altamente incrementada por el asco y la rabia que el incómodo momento le producían, Sara lo empujó. Lo apartó, lo abofeteó y se marchó. 

- Esto no quedará así, puta.
- De eso puedes estar seguro, capullo.

Y claro que no quedó así. Pero tampoco quedó cómo Sara habría imaginado. Carlos era un profesional del engaño y, como tal, supo actuar antes y mejor. 

Sara huyó esa noche, como Julia lo hizo dos años después, en busca de su amiga. Sintiéndose sucia, como un viejo trapo arrumbado en un oscuro rincón, corrió con desesperación, hasta quedar sin aliento. Paró un instante, el que la perdió. ¿Cómo le iba a contar a su amiga lo que había ocurrido? Tomó aire, y miró al cielo en espera de una respuesta.  Recibió con gratitud la límpida lluvia irlandesa, y se dejó purificar. No podía ocultárselo, pero Julia sufriría doblemente si sabía lo que Carlos había intentado con ella. Mejor omitiría ese detalle. Le hablaría de otra. Más calmada y decidida, continuó, guareciéndose ya de la lluvia bajo las cornisas, hasta la oficina de su amiga. Se detuvo en la puerta para adecentarse un poco, y entró. Y recibió el segundo golpe de la noche. El impacto final. El que la tumbó.

- Sara, pareces ausente, ¿te encuentras bien? Aún estás enfadada conmigo, ¿verdad? -le preguntó Julia mientras, una vez más, se secaba sus ojos enrojecidos.

Y Sara regresó a España, a Murcia, a su casa. Le sonrió dulcemente y, negando con su cabeza, le acercó un café.

- No, no es eso. Claro que me dolió, ya te lo he dicho, pero eso ya no importa. Era otro recuerdo el que me atormentaba ahora.
- ¿Quieres que hablemos de ello?
- No, no te preocupes. Has hecho un largo viaje, ya hablaremos de eso otro día. Ahora, cuéntame, ¿qué ha pasado exactamente?

Julia agarró la taza que su amiga le había ofrecido con fuerza, como si poder controlar el destino del café, le otorgara el poder para controlar su propio destino. Se aferró a ella casi con fervor, y tras dar el primer sorbo, comenzó su relato. Sara cogió la suya con ansiedad, buscando en ella a ese cómplice que le ofreciese la calma para no estallar. Y se dispuso a escuchar.

La desesperación primera de Julia se fue tornando en leve tristeza, para acabar en tan sólo una pena. La rabia de Sara se apaciguaba también, a medida que saboreaba el intenso sabor del capuchino en su paladar. El oscuro elixir hizo su magia. Un leve alborozo flotaba entre las amigas y se dejaron llevar por él, expiando sus culpas entre tragos de café.

Sara fue la primera en dejar su taza. Ya estaba tranquila, Julia necesitaba su apoyo, ni su ira ni sus secretos, y es lo que le iba a ofrecer. Julia dejó la suya después. La soltó sin ningún reparo, ya no la necesitaba. Las dulces palabras de Sara eran todo lo que precisaba. Miró a sus zapatos y sonrió. Había regresado a su hogar aunque, paradójicamente, fue allí donde encontró su mago de Oz particular: Sara, quien una vez más, la había sanado. Y mientras divagaba imaginando baldosas amarillas, magos y brujas, su mirada se fundió con la de su amiga y supo, que su peculiar maga, aún tenía más por revelar. 


4 comentarios :

  1. Nena me encanta!!! Ya sabes que quiero más!! Capullo de novio!!! Jajaja

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    1. Precioso, me ha transportado por un momento cinco años atrás, a una habitación de bebé, a dos amigas abrazadas lloran, cómo las niñas que eran cuando se conocieron y dejando como Julia y Sara el pasado atrás.

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    2. Precioso, me ha transportado por un momento cinco años atrás, a una habitación de bebé, a dos amigas abrazadas lloran, cómo las niñas que eran cuando se conocieron y dejando como Julia y Sara el pasado atrás.

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  2. Jejeje, muchas gracias chicas! Me encanta que os guste!! Seguiré trabajando en la historia!!

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