Dos trenes y un avión después, unos titubeantes y dubitativos tacones rojos pisaban suelo español. Contentos de haber regresado a su hogar, intentaban caminar con ligereza, mas la lentitud con la que se movían descubría la inquietud que los apresaba. Se detuvieron un instante y contemplaron los primeros rayos de sol abriéndose paso entre las nubes. Un nuevo día comenzaba y recibía con una cálida sonrisa a una nueva Julia. Una Julia llena de esperanza pero no por ello vacía de temor.
Su particular camino de baldosas amarillas había surgido ante ella y había escogido seguirlo. Ahora, como Dorothy, debería continuarlo hasta el final, enfrentándose a los peligros que le trajera. Miró a sus zapatos y el brillo del sol en el charol apagó todo resquicio de aprensión. Sabía que había tomado la decisión correcta y esa certeza le insuflaba la determinación necesaria para seguir adelante con su plan. Reencontrado su valor, miró con entereza a la nueva vida que comenzaba, se aferró a su maleta y abandonó la terminal.
Su particular camino de baldosas amarillas había surgido ante ella y había escogido seguirlo. Ahora, como Dorothy, debería continuarlo hasta el final, enfrentándose a los peligros que le trajera. Miró a sus zapatos y el brillo del sol en el charol apagó todo resquicio de aprensión. Sabía que había tomado la decisión correcta y esa certeza le insuflaba la determinación necesaria para seguir adelante con su plan. Reencontrado su valor, miró con entereza a la nueva vida que comenzaba, se aferró a su maleta y abandonó la terminal.
La brisa marina ondeó sus
cabellos cobrizos mientras los rayos de sol los acariciaban, dibujando bellos
reflejos sobre ellos, terminando así el boceto que hace años comenzaran. Con
otro avión, con otro viaje y con otra
vida que entonces empezaba; viejos recuerdos que ni el aire templado y húmedo
desdibujaba; viejos fantasmas que ahora la acechaban.
-
No puedo creer que vayas a hacerlo - le confesó Sara
revelando en su tono agudo la desconfianza que sentía ante su “genial idea”.
-
¿Por qué no? -le increpó incrédula y algo ofendida
Julia- ¿Acaso no eres tú quien siempre me anima a arriesgarme? ¿No eres tú
quien me incita a luchar por mis sueños, a creer en mí, a vivir aventuras y no
ser siempre tan cabal?
-
Sabes que sí, por supuesto que sí. Y me siento muy
orgullosa de que hayas conseguido el puesto en Dublín pero, ¿de verdad crees
que irte con Carlos es una buena idea? Éste era tu sueño, ésta era tu aventura.
Y Carlos...No sé, Julia, apenas lo conoces un mes y, sinceramente, no me da
buena espina.
¿Por
qué no habría escuchado a mi amiga?,
pensó Julia, mientras el claxon de los taxis la devolvían a su nueva realidad.
Se acercó a uno de ellos, subió y, sin dudar un instante, dio la dirección de
Sara. Si sus zapatos de charol la habían traído de vuelta al hogar, estaba
claro que no había mejor hogar para ellos que el de la mujer que los descubrió.
Mientras la distancia
hacia su destino disminuía, el temor de Julia de nuevo aumentaba y el dolor la atrapaba.
Cerró los ojos con fuerza, en un intento vano por alejar aquel estallido,
aquella chispa que había prendido su ahora vieja vida; la imagen que, a cada
instante con mayor nitidez, aparecía de nuevo en su mente. Apretó sus dientes y
sus puños creyéndose capaz de asfixiar, de ahogar y mitigar sus propios
pensamientos. Pero el recuerdo, imborrable, revivió en su memoria.
Hacía un
día precioso, soleado y sin lluvia, algo nada
usual para el invierno en Dublín. Julia sonrió al percibir lo adecuado del
tiempo para la ocasión: un magnífico día laboral que, por sorpresa, llegaba a
su fin mucho antes de lo común. Definitivamente estaba de suerte. Comenzaba un
largo fin de semana que, por lo general siempre se veía reducido al tener que
quedarse hasta tarde en la oficina, y un débil pero incesante sol la esperaba a
la salida. Sin lugar a dudas, algo bueno se aproximaba.
Qué
equivocada estabas, le chilló
con ironía su voz interior. Y que lo
digas, admitió Julia con resignación.
Su viejo
reloj de pulsera no marcaba ni las doce cuando abandonó el viejo edificio en el
que tantas horas moraba. Pensó por un breve instante en llamar a Carlos para
comer juntos. Qué diferente habría sido
todo si lo hubiera hecho, cruzó fugaz por su mente un pensamiento. Un
pensamiento que con tristeza y repugnancia desechó rápidamente. ¿Cómo podía pensar en vivir en la
ignorancia?, ¿en qué clase de mujer se había convertido?, ¿tan poco se
valoraba?
Sacudió su cabeza en un
último intento de acallar sus pensamientos, de oprimir sus recuerdos. Pero
éstos, cobraron más fuerza.
No había
llamado a Carlos para comer, no. Decidió aprovechar el buen tiempo y disfrutar
de un sándwich en St. Stephen’s Green, uno de sus rincones favoritos de Dublín.
Sentada en un banco, observando a los pequeños cisnes del lago central se
sintió completamente feliz. Tenía la vida perfecta que siempre deseó: un
trabajo que le apasionaba, un hombre que la amaba y montones de amigos con los
que compartir su felicidad.
Curioso que teniendo tantos amigos, sólo hayas
pensado en Sara,
interrumpió burlona, una vez más, su conciencia. Y alicaída, como un girasol en
la noche oscura; abatida, como una rosa marchita; nuevamente destruida, admitió que no eran
amigos los que la rodeaban. Compañeros, colegas, conocidos quizás, pero no
amigos.
Había
sonreído con dulzura en aquel banco, ajena a la realidad que pronto le sería
desvelada. Comenzaba a refrescar y, mientras se
ponía su gorrito y sus guantes de lana blanca, pensó que sería una gran idea
llevarle a Carlos algún detalle sorpresa. Se lo merecía por soportar sus largas
horas fuera.
Pobrecito Carlos, sufriendo mis ausencias, se criticó ella misma, antes de que ninguna voz
interior le increpara nada. ¿Cómo había
estado tan ciega? Se inquirió enfadada, exaltada... Decepcionada. Y
regresó, a cuando aún creía tener una vida perfecta, con su dulce hogar y su
príncipe ideal.
Paseó por
Grafton Street, fantaseando con el día en que pudiese permitirse regalarle a
Carlos algún detalle de esas fabulosas tiendas. No, mejor iría a Henry Street,
con comercios mucho más adecuados a su economía, recapacitó aquella tarde. Y
fue. Y escogió una preciosa bufanda de paño gris. A juego con sus ojos, pensó. Y sonrió de nuevo, al imaginar a
Carlos ilusionado por la doble sorpresa.
El
reloj marcaba las tres cuando emprendió el camino al que iba a ser su nuevo
hogar. El sol comenzaba a apagarse y como un presagio de la despiadada verdad
que pronto se le mostraría, una suave lluvia comenzó a calar sus ropas, todavía no su alma.
Poco
amiga de los taxis pero ansiosa por ver a Carlos, decidió darse el lujo de coger
uno al ver que el autobús se retrasaba. No le importaba haberse mojado un poco,
no le molestaba haber tenido que pagar un taxi. Estaba emocionada, como un niño
la mañana de Reyes, impaciente y anhelante por sorprender a Carlos y poder
ayudarlo con la mudanza. Qué feliz se
pondrá cuando vea que, al final, voy a poder participar, meditaba mientras
abandonaba con prisa el vehículo.
Por fin
iban a dejar el cubículo que habían compartido durante los dos últimos años,
por fin tendrían un verdadero hogar. Y, sin embargo, Julia no sabía lo cerca
que se encontraba de descubrir que ese hogar era sólo una mentira más.
Cuando el
taxista la vio correr hacia la cornisa de la pequeña casa de ladrillo marfil,
creyó que sólo quería protegerse. La lluvia comenzaba a intensificar su fuerza
y esa bella muchacha a buen seguro no quería empaparse. No podía imaginar que
Julia no sentía la lluvia, en su corazón aún brillaba el delicado sol de la
mañana y no era capaz de percibir la tormenta
que se aproximaba. Sólo el fuerte deseo de entrar en su nuevo hogar ocupaba sus
sentidos.
Con
ahogada emoción buscó en su bolso las llaves e intentando no hacer ruido
mientras giraba la cerradura, entró, cerrando con suavidad la puerta tras de
sí. Casi de puntillas, para sorprender a su amor, se dirigió al salón. Allí,
fue ella quien se sorprendió al descubrir que todo seguía empaquetado. ¿Habría ocurrido algo?, pensó, Carlos no
trabajaba hoy e iba a colocarlo todo. Un poco desconcertada, sin comprender
qué habría podido suceder, fue entonces al dormitorio. Allí, no sólo se
sorprendió. Las llaves, sujetas aún en su mano para que no hiciesen ruido,
cayeron al suelo cuando sus brazos languidecieron. Sobre
ellas, una bonita bolsa, con un pequeño paquete que guardaba grandes sueños y
esperanzas. Frente a ambos, Julia, blanca, se sintió desvanecer mientras su
cerebro trataba de comprender la imagen que acababa de ver.
Carlos,
desnudo y algo atareado sobre su nueva cama, se había girado al escuchar el
ruido y una joven desconocida apareció bajo su torso, intentando esconder su rubor con las sábanas. Las sábanas que ella cuidadosamente había escogido tan sólo unos días atrás.
Julia
aguantó. Pálida, asombrada, decepcionada, destrozada y cabreada. Aguantó. Le
prohibió a sus piernas que le fallaran. Le exigió a su mente que no se
derrumbara. Le imploró a sus ojos que no lloraran. Y aguantó.
Carlos
trató de hablar. Miles de estúpidas excusas salían de su boca mientras la joven
desconocida se vestía apresuradamente.
Julia no
dijo nada. No merecía la pena. La había engañado. En su propia cama. En su
nueva casa. En el que ya nunca sería su hogar. Se marchó. Allí tirados dejó sus
sueños y esperanzas. Las ilusiones de una vida que se truncaba. Y la lluvia
empapó su alma.
-
Señorita, señorita, ¿me oye? - retumbaba lejana en
la mente de Julia la voz del taxista.
-
Sí, sí, perdone. ¿Cuánto es? - le preguntó ahogando
de nuevo sus lágrimas, sus recuerdos, su dolor.
-
25 con 40, por favor.
Julia
pagó y se quedó inmóvil junto a la puerta de aquella casa en la que tantos
momentos había vivido, de aquella casa que ahora le parecía una extraña. Dedicó
una fugaz mirada a sus zapatos mientras buscaba en ellos la valentía que antes
le habían infundado, la fortaleza que ahora necesitaba para tocar ese timbre...
Para enfrentarse a Sara. Sonrió a sus zapatos con orgullo: habían llegado. Y
sintió el nerviosismo atrapar de nuevo su cuerpo, recorrer cada centímetro de
su persona y parar un instante para juguetear en su estómago. Respiró, y el guiño del sol en el charol le ofreció
el empujón necesario. Y su dedo pulsó aquel diminuto botón.
Más, más, más... Me encanta!!!
ResponderEliminarEsa "zhenda" como mola, se merece una ola!! Muchas gracias guapa, la semana q viene intentaré colgar el siguiente! ;- )
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