lunes, 14 de enero de 2013

Los Zapatos Rojos de Charol (II)


Dos trenes y un avión después, unos titubeantes y dubitativos tacones rojos pisaban suelo español. Contentos de haber regresado a su hogar, intentaban caminar con ligereza, mas la lentitud con la que se movían descubría la inquietud que los apresaba. Se detuvieron un instante y contemplaron los primeros rayos de sol abriéndose paso entre las nubes. Un nuevo día comenzaba y recibía con una cálida sonrisa a una nueva Julia. Una Julia llena de esperanza pero no por ello vacía de temor. 
Su particular camino de baldosas amarillas había surgido ante ella y había escogido seguirlo. Ahora, como Dorothy, debería continuarlo hasta el final, enfrentándose a los peligros que le trajera. Miró a sus zapatos y el brillo del sol en el charol apagó todo resquicio de aprensión. Sabía que había tomado la decisión correcta y esa certeza le insuflaba la determinación necesaria para seguir adelante con su plan. Reencontrado su valor, miró con entereza a la nueva vida que comenzaba, se aferró a su maleta y abandonó la terminal.



La brisa marina ondeó sus cabellos cobrizos mientras los rayos de sol los acariciaban, dibujando bellos reflejos sobre ellos, terminando así el boceto que hace años comenzaran. Con otro avión, con otro viaje y con  otra vida que entonces empezaba; viejos recuerdos que ni el aire templado y húmedo desdibujaba; viejos fantasmas que ahora la acechaban.

-          No puedo creer que vayas a hacerlo - le confesó Sara revelando en su tono agudo la desconfianza que sentía ante su “genial idea”.
-          ¿Por qué no? -le increpó incrédula y algo ofendida Julia- ¿Acaso no eres tú quien siempre me anima a arriesgarme? ¿No eres tú quien me incita a luchar por mis sueños, a creer en mí, a vivir aventuras y no ser siempre tan cabal?
-          Sabes que sí, por supuesto que sí. Y me siento muy orgullosa de que hayas conseguido el puesto en Dublín pero, ¿de verdad crees que irte con Carlos es una buena idea? Éste era tu sueño, ésta era tu aventura. Y Carlos...No sé, Julia, apenas lo conoces un mes y, sinceramente, no me da buena espina.

¿Por qué no habría escuchado a mi amiga?, pensó Julia, mientras el claxon de los taxis la devolvían a su nueva realidad. Se acercó a uno de ellos, subió y, sin dudar un instante, dio la dirección de Sara. Si sus zapatos de charol la habían traído de vuelta al hogar, estaba claro que no había mejor hogar para ellos que el de la mujer que los descubrió.

Mientras la distancia hacia su destino disminuía, el temor de Julia de nuevo aumentaba y el dolor la atrapaba. Cerró los ojos con fuerza, en un intento vano por alejar aquel estallido, aquella chispa que había prendido su ahora vieja vida; la imagen que, a cada instante con mayor nitidez, aparecía de nuevo en su mente. Apretó sus dientes y sus puños creyéndose capaz de asfixiar, de ahogar y mitigar sus propios pensamientos. Pero el recuerdo, imborrable, revivió en su memoria.

Hacía un día precioso, soleado y sin lluvia, algo nada usual para el invierno en Dublín. Julia sonrió al percibir lo adecuado del tiempo para la ocasión: un magnífico día laboral que, por sorpresa, llegaba a su fin mucho antes de lo común. Definitivamente estaba de suerte. Comenzaba un largo fin de semana que, por lo general siempre se veía reducido al tener que quedarse hasta tarde en la oficina, y un débil pero incesante sol la esperaba a la salida. Sin lugar a dudas, algo bueno se aproximaba.
Qué equivocada estabas, le chilló con ironía su voz interior. Y que lo digas, admitió Julia con resignación.
Su viejo reloj de pulsera no marcaba ni las doce cuando abandonó el viejo edificio en el que tantas horas moraba. Pensó por un breve instante en llamar a Carlos para comer juntos. Qué diferente habría sido todo si lo hubiera hecho, cruzó fugaz por su mente un pensamiento. Un pensamiento que con tristeza y repugnancia desechó rápidamente. ¿Cómo podía pensar en vivir en la ignorancia?, ¿en qué clase de mujer se había convertido?, ¿tan poco se valoraba?
Sacudió su cabeza en un último intento de acallar sus pensamientos, de oprimir sus recuerdos. Pero éstos, cobraron más fuerza.
No había llamado a Carlos para comer, no. Decidió aprovechar el buen tiempo y disfrutar de un sándwich en St. Stephen’s Green, uno de sus rincones favoritos de Dublín. Sentada en un banco, observando a los pequeños cisnes del lago central se sintió completamente feliz. Tenía la vida perfecta que siempre deseó: un trabajo que le apasionaba, un hombre que la amaba y montones de amigos con los que compartir su felicidad.
Curioso que teniendo tantos amigos, sólo hayas pensado en Sara, interrumpió burlona, una vez más, su conciencia. Y alicaída, como un girasol en la noche oscura; abatida, como una rosa marchita;  nuevamente destruida, admitió que no eran amigos los que la rodeaban. Compañeros, colegas, conocidos quizás, pero no amigos.
Había sonreído con dulzura en aquel banco, ajena a la realidad que pronto le sería desvelada. Comenzaba a refrescar y, mientras se ponía su gorrito y sus guantes de lana blanca, pensó que sería una gran idea llevarle a Carlos algún detalle sorpresa. Se lo merecía por soportar sus largas horas fuera.
Pobrecito Carlos, sufriendo mis ausencias, se criticó ella misma, antes de que ninguna voz interior le increpara nada. ¿Cómo había estado tan ciega? Se inquirió enfadada, exaltada... Decepcionada. Y regresó, a cuando aún creía tener una vida perfecta, con su dulce hogar  y  su príncipe ideal.
Paseó por Grafton Street, fantaseando con el día en que pudiese permitirse regalarle a Carlos algún detalle de esas fabulosas tiendas. No, mejor iría a Henry Street, con comercios mucho más adecuados a su economía, recapacitó aquella tarde. Y fue. Y escogió una preciosa bufanda de paño gris. A juego con sus ojos, pensó. Y sonrió de nuevo, al imaginar a Carlos ilusionado por la doble sorpresa.
El reloj marcaba las tres cuando emprendió el camino al que iba a ser su nuevo hogar. El sol comenzaba a apagarse y como un presagio de la despiadada verdad que pronto se le mostraría, una suave lluvia comenzó a calar  sus ropas, todavía no su alma.
Poco amiga de los taxis pero ansiosa por ver a Carlos, decidió darse el lujo de coger uno al ver que el autobús se retrasaba. No le importaba haberse mojado un poco, no le molestaba haber tenido que pagar un taxi. Estaba emocionada, como un niño la mañana de Reyes, impaciente y anhelante por sorprender a Carlos y poder ayudarlo con la mudanza. Qué feliz se pondrá cuando vea que, al final, voy a poder participar, meditaba mientras abandonaba con prisa el vehículo.
Por fin iban a dejar el cubículo que habían compartido durante los dos últimos años, por fin tendrían un verdadero hogar. Y, sin embargo, Julia no sabía lo cerca que se encontraba de descubrir que ese hogar era sólo una mentira más.
Cuando el taxista la vio correr hacia la cornisa de la pequeña casa de ladrillo marfil, creyó que sólo quería protegerse. La lluvia comenzaba a intensificar su fuerza y esa bella muchacha a buen seguro no quería empaparse. No podía imaginar que Julia no sentía la lluvia, en su corazón aún brillaba el delicado sol de la mañana y no era capaz de percibir la tormenta que se aproximaba. Sólo el fuerte deseo de entrar en su nuevo hogar ocupaba sus sentidos.
Con ahogada emoción buscó en su bolso las llaves e intentando no hacer ruido mientras giraba la cerradura, entró, cerrando con suavidad la puerta tras de sí. Casi de puntillas, para sorprender a su amor, se dirigió al salón. Allí, fue ella quien se sorprendió al descubrir que todo seguía empaquetado. ¿Habría ocurrido algo?, pensó, Carlos no trabajaba hoy e iba a colocarlo todo. Un poco desconcertada, sin comprender qué habría podido suceder, fue entonces al dormitorio. Allí, no sólo se sorprendió. Las llaves, sujetas aún en su mano para que no hiciesen ruido, cayeron al suelo cuando sus brazos languidecieron. Sobre ellas, una bonita bolsa, con un pequeño paquete que guardaba grandes sueños y esperanzas. Frente a ambos, Julia, blanca, se sintió desvanecer mientras su cerebro trataba de comprender la imagen que acababa de ver.
Carlos, desnudo y algo atareado sobre su nueva cama, se había girado al escuchar el ruido y una joven desconocida apareció bajo su torso,  intentando esconder su rubor con las sábanas. Las sábanas que ella cuidadosamente había escogido tan sólo unos días atrás.
Julia aguantó. Pálida, asombrada, decepcionada, destrozada y cabreada. Aguantó. Le prohibió a sus piernas que le fallaran. Le exigió a su mente que no se derrumbara. Le imploró a sus ojos que no lloraran. Y aguantó.
Carlos trató de hablar. Miles de estúpidas excusas salían de su boca mientras la joven desconocida se vestía apresuradamente.
Julia no dijo nada. No merecía la pena. La había engañado. En su propia cama. En su nueva casa. En el que ya nunca sería su hogar. Se marchó. Allí tirados dejó sus sueños y esperanzas. Las ilusiones de una vida que se truncaba. Y la lluvia empapó su alma.
-          Señorita, señorita, ¿me oye? - retumbaba lejana en la mente de Julia la voz del taxista.
-          Sí, sí, perdone. ¿Cuánto es? - le preguntó ahogando de nuevo sus lágrimas, sus recuerdos, su dolor.
-          25 con 40, por favor.
Julia pagó y se quedó inmóvil junto a la puerta de aquella casa en la que tantos momentos había vivido, de aquella casa que ahora le parecía una extraña. Dedicó una fugaz mirada a sus zapatos mientras buscaba en ellos la valentía que antes le habían infundado, la fortaleza que ahora necesitaba para tocar ese timbre... Para enfrentarse a Sara. Sonrió a sus zapatos con orgullo: habían llegado. Y sintió el nerviosismo atrapar de nuevo su cuerpo, recorrer cada centímetro de su persona y parar un instante para juguetear en su estómago. Respiró, y el guiño del sol en el charol le ofreció el empujón necesario. Y su dedo pulsó aquel diminuto botón.

2 comentarios :

  1. Esa "zhenda" como mola, se merece una ola!! Muchas gracias guapa, la semana q viene intentaré colgar el siguiente! ;- )

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