lunes, 18 de febrero de 2013

Los Zapatos Rojos de Charol (V)


La intimidante puerta se abrió con gran ímpetu y Julia comprendió que ni el peor de sus temores se había aproximado a la terrible realidad que tenía que enfrentar: su madre, extremadamente cariñosa por la sorpresa; irritantemente inquisidora por la inexplicable presencia. 

- ¡Julia! -chilló la desconcertada mujer mientras hacía toda clase de aspavientos con sus manos- ¡Pero qué sorpresa tan grande! - exclamó al abrazarla con cariño- ¿Y Carlos, no ha podido venir? Anda, deja que te ayude con la maleta, mira qué cara llevas, pareces agotada. ¿Te apetece un café? Sí, seguro que lo necesitas. Pasa, pasa. Pero hija, podrías haber avisado de que venías y te habríamos recogido en el aeropuerto. Bueno, ¿y cómo es que has venido? ¿Acaso tienes vacaciones?

Uff, definitivamente, hablar con mi madre va a ser mucho más difícil que con Sara, ¿cómo puede soltar tanta pregunta en tan poco tiempo? Siempre he odiado esa habilidad suya. 

- Hija, ¿me estás escuchando? - insistió su madre al intuir que Julia se encontraba a una gran distancia de su conversación. 
- Sí, mamá, te oigo. - asintió una paciente Julia.
- ¡Ay, hija!, no pongas esa cara de angustia, que para una vez que vienes...Normal que quiera saber qué es de tu vida, ¿no? 
- Sí, mamá...
- ¡Julia! No empieces a darme la razón como a los locos. Sabes que no soporto que te rías de mí, ¿eh?

Pues empezamos bien...Susceptibilidad a flor de piel, el estado de ánimo perfecto para soltarle la bomba...



- Perdona, no quería reírme de ti, de verdad. Oye, y ¿dónde está papá? 
- Pues trabajando, hija, ¿dónde si no? No todo el mundo tiene los fines de semana libres. 
- Sí, eso es verdad... -dijo Julia con un tono de voz cada vez más apagado. 

Julia había contado con la presencia de su padre para darle la exclusiva a su madre. No es que su padre se lo fuese a tomar muy bien, pero la adoraba y sabía que no diría ni media palabra e intercedería por ella. En cambio su madre...Su madre vivía prendada de Carlos y Julia intuía que ella acabaría siendo la culpable de todo. No sabía si podría soportarlo.

- Cariño, ¿te sucede algo? No es nada propio de ti que te presentes así, sin avisar. Y te noto extraña, como si algo horrible te hubiera sucedido.
- Es que algo horrible me ha sucedido -soltó Julia sin pensar.

¡Mierda! Ya me ha vuelto a traicionar mi maldito subconsciente. A ver ahora cómo salgo de ésta...¿Qué como sales de ésta?, le contestó su voz interior, es que no tienes que salir de ésta, tienes que contarle a tu madre lo ocurrido, ¡y punto! Maldita conciencia o lo que sea que tenga en mi mente, cuando me chilla así es peor que mamá. Aunque me temo que esta vez tiene razón.

- ¿Qué? ¡Ay, hija mía! No me asustes. ¿Qué ha pasado? ¿Se trata de Carlos? ¿Del trabajo? Habla ya, por Dios.
- Se trata de Carlos -comenzó Julia con una templanza de la que ni ella se creía capaz.
- ¿No le habrá ocurrido algo? -preguntó ansiosa su madre.
- Sí, le falló una variable en su cálculo, no contaba con la locura transitoria de mi jefe.
- ¿Qué? Hija, o te explicas o no entiendo nada.

Julia respiró con profundidad, algo que también se estaba convirtiendo en una costumbre. Cogió fuerza. Vale, ya está. He dado el paso. He comenzado. No es tan difícil. Ahora se lo explicas y ya está, se lo explicas poquito a poco. Es tu madre, lo entenderá.

Y así, sin su acostumbrado movimiento de pierna, claro delator de sus usuales nervios; sin su voz débil y temblorosa, indudable indicador de su frecuente turbación; con una serenidad obtenida del recuerdo de la agonía que había experimentado en las últimas horas, le explicó a su madre el motivo por el que se hallaba en su cocina. Y con la tranquilidad que le otorgó revivir el dolor y la rabia, la decepción y la impotencia que tan sólo unas horas atrás la habían despojado de su ser poseyéndola por completo, apoyó en la mesa el café que su madre le había servido unos minutos antes, y esperó la avalancha. 

- ¿Que Carlos qué? No me lo puedo creer...¿No habrás hecho algo para empujarlo a buscar una amante? 

Ahí estaba. La reacción que Julia había temido. La respuesta que transformaba la frustración causada por Carlos en una simple nimiedad. El veredicto que la sentenciaba, el fallo que la declaraba culpable y la condenaba. 

- Yo sí que no me lo puedo creer - dijo Julia bajando su cabeza con pesadumbre.

Sin embargo, contra todo pronóstico, Julia no se sintió vencida. Las experiencias vividas en las últimas horas le habían recordado la mujer fuerte que una vez había sido, antes de dejarse atrapar por la espiral de Carlos. La débil mujer que durante dos años había vivido a la sombra del que creía su Dios apolíneo y perfecto, murió. Aquella mujer había nacido en Dublín y allí la había enterrado. Julia, segura y libre de toda culpabilidad, había despertado de su largo letargo. Las llamas de la más íntima traición la habían traído de vuelta, y era esa Julia la que ahora escuchaba las absurdas acusaciones de su madre. 

Levantó de nuevo la vista, la desafió. Sus intensas miradas parecían estar provocando un tornado. Pero Julia se resistió a ser arrastrada, llevaba años viviendo en medio de uno y había aprendido a reconocerlos, aunque sólo ahora comenzaba a controlarlos. Se mantuvo firme, dejó que los años de reproches y dolor contenido fueran levantados por el ciclón de energía que corría en la pequeña cocina.  Observó desde el ojo del huracán todas las emociones durante años reprimidas, las sintió girar a su alrededor, queriendo llevársela con ellas, intentando destruirla. Y por un instante, se dejó llevar. 

- ¡Es inaudito! ¡¡¡Te cuento que he pillado a Carlos en la cama con otra y tú me preguntas que si yo he hecho algo para que eso suceda!!! ¡Eres mi madre, por el amor de Dios! ¿No has pensado ni por un segundo, que digo un segundo, una milésima de segundo, cómo me sentí al verlo? ¿No se te ha ocurrido pensar lo mucho que habría sufrido TU HIJA? ¡Eres increíble! ¡Es que no me lo puedo creer! ¿Qué clase de madre se comporta así?

Y tras un breve silencio, Marta, una madre ahora desconcertada y reflexiva, comprendió que había llegado el momento de darle una merecida explicación a su hija, habló. Y una voz tenue, cargada de pesar, arrepentimiento y oscuros secretos dominó el irreverente vendaval de sentimientos.

- Una mala, muy mala madre – contestó, y añadió – Verás... hija, creo que es hora de que te relate una vieja historia, de que te ofrezca mi pobre explicación...Pero antes, ¿te apetece otro café?

La expresión de Julia era digna de capturar por el mejor de los fotógrafos, y así, poder guardarla para la posteridad. Su boca abierta, incapaz de pronunciar un solo sonido coherente; su tez enrojecida tanto por la rabia primera, como por la expectación que las últimas palabras de su madre le habían causado; sus párpados impactados tanto por la sorprendente confesión, como por la perspectiva de recibir una aclaración, olvidaron su trabajo e inmóviles, hacían que los ojos pareciesen a punto de abandonar la cara que durante años los había acogido. Julia, paralizada una vez más; asimilando de nuevo una inesperada información. ¿Qué tipo de historia podría explicar el comportamiento de su madre? ¿Existiría realmente una razón para su reacción? Arrastrada esta vez por un torbellino de preguntas, mareada por la extenuación que tantos sentimientos le provocaban, todavía incapaz de articular palabra, asintió levemente con la cabeza, deseando en su interior, que como Sara le decía, el café hiciese magia y la relación entre madre e hija no se rompiera para siempre.

- Está bien, pequeña. Tienes razón, no me he comportado como una buena madre -admitió Marta mientras servía dos nuevos cafés- desearía haberte tratado de modo distinto en muchas ocasiones, especialmente hoy, cuando más me necesitabas. No tengo una excusa para mi comportamiento, tan sólo una vieja historia, un viejo trauma, y la nueva percepción que gracias a tus palabras, he adquirido de todo ello.

Marta se interrumpió para darle un trago al café. Un solo, negro, bien cargado, perfecto para darle la energía que necesitaba, el coraje para decirle a su hija de dónde procedía esa animadversión hacia su comportamiento. Julia, agarró su taza con la misma fuerza que unas horas antes había agarrado su maleta, queriéndola transformar en su leal compañera, aquella que le transmitiera la fuerza para continuar el camino que, a cada nuevo paso, parecía alargarse más. 

- Está bien, supongo que debería comenzar explicándote la historia de la abuela Ana y el abuelo Juan. Verás, todo comenzó el verano en que yo cumplía siete años, volvía de jugar en la calle e iba corriendo a mi habitación para cambiarme cuando me sorprendió ver la imagen de mi padre con una maleta en la puerta de su dormitorio.

Marta contuvo las lágrimas que el recuerdo le producía, bebió otro trago de café y se dejó transportar a aquel tiempo en que una niña desamparada se supo abandonada. Sintió el miedo que aquella pequeña experimentó recorrer de nuevo su vieja piel, el instinto que la empujó a esconderse, a escabullirse tras la puerta y el impulso que la hizo escuchar, agazapada, invisible para dos adultos ocupados en recriminarse los años de indiferencia y frialdad. Imperceptible para sus padres y, sin embargo, con toda su percepción centrada en aquella discusión. Como si viera una vieja película en blanco y negro, Marta revivió aquella tarde con la misma intensidad que la había vivido años atrás, y con esa misma emoción relató a su hija todo lo que sus inocentes ojos vieron; todo lo que su agudo oído alcanzó a escuchar. 

Julia, perpleja, escuchaba a su madre sin soltar aquella taza convertida en su Totó particular; apoyo inquebrantable, fuente de la fortaleza que le impedía desvanecer, rendida ante el cansancio y las profundas emociones. No sabía si se debía a la intensidad del oscuro brebaje o a la del relato compartido pero, de repente, se sentía íntimamente conectada a Marta. Como si un flujo de energía invisible fluyera entre ellas, uniéndolas  como nunca antes lo habían estado; con ese vínculo especial que tan sólo el compartir un sombrío secreto da.

- Pero mamá, no termino de comprender, ¿qué relación existe entre la historia que me has contado y tu comportamiento conmigo?
- Ay, hija, esa historia lo es todo. Todas mis reacciones críticas y exacerbadas hacia tu comportamiento tienen su origen en la última frase que le oí decir a mi padre. Sus palabras, todavía resuenan en mi memoria como si las estuviese pronunciando ahora mismo: “No me digas que te sorprende, no finjas indignación, hace años que no me permites tocarte, ¿cuánto tiempo crees que un hombre puede soportar eso? Me voy.”

Y así, en tan sólo un segundo, la pequeña Marta asumió que era por su madre que su padre la abandonaba, que era responsabilidad de una mujer mantener a su hombre fiel. Y en tan sólo un segundo también, Julia comprendió los años de desmedida atención que su madre le había procesado a Carlos, las miradas de reproche que ante la mínima de sus quejas le había dirigido  a ella, la pregunta inadecuada realizada un instante atrás.

Julia, ya preparada para  perdonar y continuar su andadura en soledad, soltó la taza con delicadeza, y tomó la temblorosa mano de su madre, que con ojos lacrimosos, imploraba su perdón.

- Lo siento tanto, Julia. Yo era sólo una niña, y me resultó más fácil culpar a mi madre que asumir que mi padre me había abandonado. Y cuando Carlos apareció en tu vida...Era tan atento, tan alto, tan guapo...Y tú eres tan parecida a la abuela...Me temo que me dejé llevar por mis más oscuros demonios. Perdóname hija, no quería decir lo que dije, perdóname, por favor.
- No te preocupes, mamá. Ahora, conozco las razones que te llevaron a tratarme así. Ahora, puedo entenderte.

Madre e hija, se miraron fijamente, sin desafíos, sin rabia, sin tornados provocados por viejos sentimientos airados; con comprensión, con ternura, con el amor liberado de secretos esclavos. Se fundieron en un sincero abrazo y Julia supo que había llegado al hogar. E intuyó que se le ofrecía la oportunidad para olvidar su viejo Oz, dejar las aventuras atrás y permanecer en su humilde hogar.

Inmersa en ese pensamiento, estrechando a su madre con una fuerza que crecía al compás de la decisión que en su mente se creaba, Julia no percibió el sonido del timbre cuya insistencia originó que su madre la soltara. Marta, sorprendida ante la perspectiva de otra visita inesperada, se secó apresurada las lágrimas que brotaban de sus emocionados ojos y acudió a abrir la puerta, mientras Julia se sintió preparada para combatir de nuevo a los fantasmas que la acechaban. 

Cogió su bolso, que abandonado en la silla de su lado había guardado en silencio al encargado de entretener la sombra que sobre ella se cernía y, en el momento preciso, encontró a su valiente aliado: su móvil. Y allí, mientras comprobaba sorprendida las cuantiosas llamadas de Carlos, esas seis letras, parecieron atraparla, con la fuerza sobrenatural que sólo él sabía ejercer sobre ella. De nuevo, en la pantalla, su nombre la llamaba y resonaba con fuerza en su cabeza o...No, no podía ser. ¿Eran acaso ésas mismas letras las que a lo lejos pronunciaba su madre? ¿Era su voz la que parecía llamarla a gritos desde la entrada?

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