Reanudé
mi descenso. La superficie plana y dura de la montaña me parecía agradable al
tacto de mi piel. Me arrodillé y la acaricié, parecía estar viva, la sensación
era cálida por la fuerza del sol. Sus rayos arrancaban destellos de la piedra,
haciéndola parecer plata. Miré hacia el astro rey y supe que había perdido la
noción del tiempo. Sumida en mi camino, me parecía maravilloso no tener prisas.
Simplemente caminaba, sabiendo hacia donde me dirigía, pero no tenía prisa
alguna en llegar. Sabía con toda seguridad, que llegaría en el momento exacto.
Me
levanté y continué, la inclinación de este tramo me indicaba que era el último,
que lo más duro había quedado atrás y que no necesitaba en absoluto echar un
vistazo a mis espaldas, porque lo que tenía que aprender, ya lo había aprendido
y el resto, debía dejarlo ir: nada de apegos, pensé.
-
Ya eres tu propia maestra.- Me dijo aquel
encantador anciano.- Cuando no dejas, no permites evolucionar. Los recuerdos
encadenados a la memoria, traen consigo la energía del momento pasado. Por
tanto, si recuerdas momentos dolorosos, solo traerás dolor, el mismo que
sentiste en aquel momento. Si traes recuerdos felices, te embargará la
felicidad, pero a continuación darás paso a la nostalgia. Y solo querrás
revivir una y otra vez ese mismo momento, bloqueando así la posibilidad de
nuevos encuentros felices.- Su voz sonaba dentro de mi cabeza. Amistosa, pero
firme. Pretendía que esta nueva enseñanza no se me olvidase en un futuro.
-
Para aprender hay que vivir el momento. –
Sentencié para concluir su enseñanza.
-
Aho.- Se limitó a responder. No necesitaba
añadir nada más.
Era
maravilloso comprobar que el camino se hacía cada vez más fluido, más
agradable. Era un estado perfecto el que estaba viviendo en estos instantes. En
estos pasos que estaba dando fijándome en mis pies, en lo que tenía a mi
alrededor, en la rocas. Todas las texturas, armoniosas entre sí se fundieron
con la tierra marrón, plagada de trocitos de madera, marcando así mi meta.
Frente
a mí se extendía un frondoso bosque de árboles inmensos. Y bajo uno de estos
árboles, se encontraba Merlín. Que me recibió con una sonrisa y extendió sus
brazos para fundirnos en un abrazo; el mismo en el que se fundía la tierra con
la montaña, como las raíces de los árboles con esa misma tierra, como las aguas
de los ríos abrazan a las rocas sumergidas en ellos, como las plantas que se
enredan en los troncos adornándolos con sus vivos colores.
No
quería desprenderme de aquel abrazo tan perfecto, pero sabía que a este mismo momento,
es al que se refería Merlín con su enseñanza sobre los desapegos. Así que fui
la primera en deshacer el abrazo, con suavidad y ternura y le miré a los ojos
contándole mis verdades en silencio.
-
No llores. – Me dijo mientras acariciaba mi
pelo.- Siempre estaré contigo, exactamente en tu corazón. Así que, no me
recuerdes, siénteme y todo lo bueno seguirá contigo. –Asentí con la cabeza.
Esta era una clara despedida. Para la
cual estaba preparada.
Nos pusimos en pie y quedamos uno frente al otro. Y antes de
desvanecerse en el aire con una sonrisa, cogió mi mano derecha y con mi palma
hacia arriba, me tendió dos curiosos elementos: un péndulo y una nueva carta.
¿Quieres
saber qué carta es?
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