viernes, 2 de noviembre de 2012

El punto y final


Cerró la puerta tras de sí con el pesar de quien comprende que no se volverá a abrir, con el aplomo de quien conoce que toda bonita historia merece un punto final. ¿Era éste acaso su final? 

- Los finales felices pocas veces existen querida -le había dicho su abuela una de las tantas ocasiones en que la encontró con un cuento entre sus manos.
- ¿Por qué dices eso abuelita? -le había replicado con toda la intensidad del azabache de su mirada clavado en el rostro de la anciana- El amor lo puede todo - le dijo mostrándole su mejor sonrisa.
- ¡Ay, pequeña! No deberías leer tantos cuentos de hadas, me temo que en la vida, con el amor a veces no basta.

¿Era posible que su abuela tuviera razón?

Su mano, delicada y temblorosa, incapaz de soltar el último resquicio de unión con aquella relación, se resistía a liberar al que había hecho su presa. El frío metal del pomo ardía entre sus dedos, pero éstos se aferraban a él como el náufrago al leño que le ha de salvar la vida. 

¡Qué tontería! ¿Cómo iba a ser ése su final? Pensaba mientras dejaba su espalda reposar en la tibia madera. Pero, si no era éste su final, ¿por qué seguía cerrada la puerta contra su espalda? Inspiró y exhaló el aire con la pesadez de quien se sabe en una tesitura tal que podría cambiar el curso de su vida. El temor se abrió entonces paso entre la serenidad que había habitado en ella tan sólo un instante atrás.  La incertidumbre, fiel compañera de sus tribulaciones, la apresó. La angustia se extendió por cada poro de su piel y afligida, apoyó su cabeza en la suave madera. 

Trató de ordenar sus ideas. Con su mano libre, acarició la ahora fría puerta, e intentó recuperar cada línea, párrafo y capítulo de aquella historia que parecía abocada al peor de los desenlaces; de aquella bonita historia que parecía exigir su final, aún a expensas de que no fuese feliz.

Todavía sin soltar su prisionero, único nexo con el que había sido su cuento particular, buscó el sosiego, entre el revuelto mar de dudas que era ahora su alma. La calidez de aquel vestíbulo la embargó. Los tenues rayos del rey de los astros inundaban de un suave naranja el espacio, y el calor que desprendían la envolvió, sumergiéndola en un océano de calma. Despacio, casi temblando, se separó de la ya helada madera. Su mano, con templanza esta vez, dejó escapar su presa para alcanzar una nueva. Con fuerza, agarró su bolso, se irguió y, aún con paso vacilante, abandonó el edificio.

La suave brisa de final de verano acarició su rostro sonrosado animándola a continuar. Inmersa en sus pensamientos,  ya no percibía el mundo a su alrededor. Ya no quería sentirlo. Cada paso, le infundía más fuerza y la alejaba más de esa realidad que la había atrapado en un instante, de esa realidad que la abatía, la asfixiaba y le impedía respirar. 

- Me voy a Tokio -le había soltado Pablo, así, sin más.

Sólo el intenso olor a sal la hizo regresar, ¿dónde estaba? Sin apenas ser consciente había llegado al puerto. Miró a sus pies y les dedicó una nostálgica sonrisa. No podrían haber elegido destino mejor. El mar, ya oscuro, se tragaba los últimos rayos de sol, transformando a las nubes en algodones de azúcar con intensos matices purpúreos; el aire, cálido, la envolvía, dándole fuerza, devolviéndole su serenidad; y al fondo, entre las rocas, una joven pareja la transportó a otro lugar.

- ¿Me querrás siempre? -le había preguntado Pablo aquel amanecer junto al mar.
- Depende -le había contestado ella en tono juguetón- ¿me querrás tú?
- Sabes que sí, boba - y la estrechó fuertemente entre sus brazos; y ella supo que era para siempre.

¿Qué había sucedido? ¿Dónde había quedado aquel amor? ¿Cómo se iba a ir a Tokio? ¿En serio? Llevaban seis años juntos, ¡por el amor de Dios! Había aceptado que su complejo de Peter Pan le impidiera madurar, que su miedo al compromiso aún los tuviera viviendo separados, hasta había empezado a asimilar que no quisiera tener hijos pero, ¿Tokio? ¿De verdad estaba dispuesta a dejarlo todo e irse a Japón? Sí, por fin estaba preparado para vivir juntos pero, ¿de verdad tenía que ser en el otro extremo del mundo? ¿Era una maldita broma del destino? Bueno, quizá exagerase un poco pero, ¿seguía siendo amor lo que tenían? Ella lo había dado todo pero, ¿y él, qué le había dado él? ¿Te referías a esto, abuelita, cuando decías que con el amor no basta?

- ¿Cómo no va a bastar con el amor? Abuelita, me temo que te haces mayor y no sabes lo que dices -le había contestado Clara aquella tarde, llena de razones, con toda la pasión que el sueño de un anhelado primer amor te ofrece.
- Mi querida niña, sin amor, nada puede funcionar, pero el amor, cariño, no lo es todo -le explicó la anciana de manos ajadas- El amor hay que mimarlo como la más delicada flor o, como ésta, acabará muriendo; el amor ha de crecer a un mismo tiempo y madurar en la misma dirección, de lo contrario, uno, otro o ambos enamorados, acabarán heridos.

Las palabras de su abuela resonaban en su mente con la misma intensidad que la tarde en que fueron pronunciadas: el amor ha de crecer a un mismo tiempo y madurar en la misma dirección. Con melancolía, volvió su mirada hacia la joven pareja y una acuciante necesidad de despojarse de sus más íntimas inquietudes, la capturó. Allí, abrazada por la brisa marina, liberada por las olas del mar, cautivada por la luz de la recién estrenada luna, se sentó y, transformándolos en pequeños cristales salados, arrojó sus peores miedos. 

Ya sin temor, con el valor que sólo tras el alivio que sigue al llanto, hallas, se comenzó a sosegar. Aún vacilante, indecisa y vulnerable, intuyó el final apropiado para su cuento peculiar. Lo había sabido desde el momento en que apareció Tokio, sin importar su opinión. Desde el mismo instante en que cerró la puerta del apartamento de Pablo. Esa madera, tibia y fría a la vez, le había, ya entonces, desvelado el final. Pero ella no quiso claudicar. ¿Cómo renunciar a su cuento de hadas? ¿Cómo continuar sin su final feliz? Abuelita, ¿cómo encontraré la fuerza para admitir que yo me equivocaba, que con el amor, a veces, no basta?

Y en el silencio de aquella noche, hipnotizada por las olas, abocadas a morir contra las rocas, entendió que hasta la más bella historia merece su final. Y en el susurro de la brisa creyó escuchar: Todo fin de una historia, supone un nuevo empezar. No te equivocabas, pequeña, pero el amor verdadero, aún está por llegar.





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