La
tormenta me parecía lejana, aquí en proa, observando un cielo despejado.
Escuché a las gaviotas, señales inconfundibles de tierra cercana. Me sentía en
calma. Con los ojos cerrados me permití dejar de buscar, esta vez quería ser
encontrada. Con mi único y verdadero deseo, abrí el arpón donde estaban las
bengalas y las encendí. Ésa sería mi señal: luz.
No
pasó mucho tiempo antes de avistar un barco de la Guarda Costera que se
acercaba a estribor. Me tendieron una mano. Gentil, firme. No quedaba ni rastro
del Diablo. Esta era la embarcación correcta, pensé.
Me llevaron a puerto.
Allí
pregunté por algún lugar dónde poder descansar y alimentarme. Me recomendaron
la taberna que se encontraba allí mismo: Esperanza, se llama. Cuando entré, me di
cuenta que era un lugar acogedor. Me senté en una mesa de madera maciza y
cuando me disponía a pedir escuché unas voces y risas que venían de la barra. Levanté la mirada, vi un
grupo de personas y me acerqué…
Les
conté cómo había llegado hasta aquí y pedí consejo para poder continuar y, a
cambio, me ofrecieron formar parte de su grupo. Un grupo de guerreros, hombres
y mujeres; estaban dispuestos a escalar
un río de piedras que bañaba las raíces de un centenario tejo. Allí
podría enfrentar a mis sombras, redescubrirme o simplemente relajarme rodeada
de naturaleza. Eso es lo que realmente necesito; no estar sola. Ese tiempo ya
pasó. Quedó en el barco, naufragando. Lejos de aquí.
Me preparé con lo
necesario y me reuní con ellos.
Abandonamos
el vehículo juntos para continuar la marcha a pie. Sintiendo la tierra.
Siguiendo el camino. Era un recorrido corto y cantamos un mantra tratando de
elevar nuestra energía. Tratando de unificar al grupo. Mi energía aún estaba
baja, pero sabía que me estaban ofreciendo la oportunidad de encontrar mi
propio lugar, fuera donde fuera. Así que me esforcé.
Cuando
llegamos a la desembocadura del hermoso río de piedras, no pude más que
maravillarme al mirar hacia arriba y sonreír con la ocurrencia de que mi otro
Yo, el emocional, ya estaría en la meta, observándome, sintiéndose feliz.
Comenzamos
a subir desde distintos caminos. Yo elegí el más difícil, el que suponía
atravesar el río de piedras una vez
alcanzada la altura en la que se encontraba el tejo. Iba a ser el tramo más
duro. Con cuidado, mirando bien cada paso que daba, animada por el sonido que
emitía el tambor que tocaba el jefe de nuestra tribu y bajo la atenta mirada de
las chamanas. Ahora sí que elevaban mi energía. Cada golpe en el tambor me
lanzaba una nueva oleada de ánimo; no estoy sola. Esta tormenta personal la
atravesaría acompañada. Me llamaban: - ¡Puedes conseguirlo!
Doy
un mal paso, resbalo, una gran roca comienza a rodar río abajo, llevándose con
ella otras más pequeñas. El sonido, parecido al de la lluvia, vuelve a
trasladarme al barco. Lejos de darme miedo, me alienta a seguir. Mis compañeros
de guerra estaban ahí, esperándome, apoyándome en la distancia, consiguen que
vuelva a este momento. Me levanto, con el aliento agitado por tanto esfuerzo y
continúo. Ya no paraba, ya no había necesidad de descansar. Aumentaba el sonido
del tambor y mi llegada era inminente. Alcancé el tejo, firme, grandioso y mis
compañeros me recibieron; una más. Soy una guerrera más.
Reí. Reímos.
La aventura continúa…
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