lunes, 12 de noviembre de 2012

VII - La Carroza (primera parte)


La tormenta me parecía lejana, aquí en proa, observando un cielo despejado. Escuché a las gaviotas, señales inconfundibles de tierra cercana. Me sentía en calma. Con los ojos cerrados me permití dejar de buscar, esta vez quería ser encontrada. Con mi único y verdadero deseo, abrí el arpón donde estaban las bengalas y las encendí. Ésa sería mi señal: luz.

No pasó mucho tiempo antes de avistar un barco de la Guarda Costera que se acercaba a estribor. Me tendieron una mano. Gentil, firme. No quedaba ni rastro del Diablo. Esta era la embarcación correcta, pensé.

Me llevaron a puerto.

Allí pregunté por algún lugar dónde poder descansar y alimentarme. Me recomendaron la taberna que se encontraba allí mismo: Esperanza, se llama. Cuando entré, me di cuenta que era un lugar acogedor. Me senté en una mesa de madera maciza y cuando me disponía a pedir escuché unas voces y risas que  venían de la barra. Levanté la mirada, vi un grupo de personas y me acerqué…

Les conté cómo había llegado hasta aquí y pedí consejo para poder continuar y, a cambio, me ofrecieron formar parte de su grupo. Un grupo de guerreros, hombres y mujeres; estaban dispuestos a escalar  un río de piedras que bañaba las raíces de un centenario tejo. Allí podría enfrentar a mis sombras, redescubrirme o simplemente relajarme rodeada de naturaleza. Eso es lo que realmente necesito; no estar sola. Ese tiempo ya pasó. Quedó en el barco, naufragando. Lejos de aquí.

Me preparé con lo necesario y me reuní con ellos.

Abandonamos el vehículo juntos para continuar la marcha a pie. Sintiendo la tierra. Siguiendo el camino. Era un recorrido corto y cantamos un mantra tratando de elevar nuestra energía. Tratando de unificar al grupo. Mi energía aún estaba baja, pero sabía que me estaban ofreciendo la oportunidad de encontrar mi propio lugar, fuera donde fuera. Así que me esforcé.

Cuando llegamos a la desembocadura del hermoso río de piedras, no pude más que maravillarme al mirar hacia arriba y sonreír con la ocurrencia de que mi otro Yo, el emocional, ya estaría en la meta, observándome, sintiéndose feliz.
Comenzamos a subir desde distintos caminos. Yo elegí el más difícil, el que suponía atravesar el río de piedras  una vez alcanzada la altura en la que se encontraba el tejo. Iba a ser el tramo más duro. Con cuidado, mirando bien cada paso que daba, animada por el sonido que emitía el tambor que tocaba el jefe de nuestra tribu y bajo la atenta mirada de las chamanas. Ahora sí que elevaban mi energía. Cada golpe en el tambor me lanzaba una nueva oleada de ánimo; no estoy sola. Esta tormenta personal la atravesaría acompañada. Me llamaban: - ¡Puedes conseguirlo!
Doy un mal paso, resbalo, una gran roca comienza a rodar río abajo, llevándose con ella otras más pequeñas. El sonido, parecido al de la lluvia, vuelve a trasladarme al barco. Lejos de darme miedo, me alienta a seguir. Mis compañeros de guerra estaban ahí, esperándome, apoyándome en la distancia, consiguen que vuelva a este momento. Me levanto, con el aliento agitado por tanto esfuerzo y continúo. Ya no paraba, ya no había necesidad de descansar. Aumentaba el sonido del tambor y mi llegada era inminente. Alcancé el tejo, firme, grandioso y mis compañeros me recibieron; una más. Soy una guerrera más.

Reí. Reímos.



La aventura continúa…

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