domingo, 9 de junio de 2013

Capítulo XIV: Posición Uno (ELENA)


Sentada a la mesa, me acercó un objeto plano y algo desgastado, ligero y de colores caídos, era mi padre, la imagen de mi padre. Ni una palabra salió de mis labios. Cerré mi boca entreabierta y mis dientes crearon la presa perfecta para unas palabras que trataban de huir, tras años y años de reclusión, en un rincón oscuro y solitario llamado rencor.

Otra foto más, esta debía ser más reciente, los colores saltaban de su ropa y su sonrisa, sus ojos, tan iguales a los míos… somos casi un calco.
Entonces ocurrió, las palabras se aliaron con las lágrimas en su intento de fuga, desarmando todo sistema de control y vigilancia, y como la niña que un día fui, dije lo que sentía sin pensarlo: papá.

Tan extraña era aquella sensación de libertad, que solo pude levantarme para dirigirme a alguna habitación o aula vacía para llorar y repetir esa misma palabra casi prohibida una y otra vez. Pero Felice me detuvo, en un abrazo, me secó las lágrimas y me dio permiso, otra vez como a una niña pequeña, para ir al baño, lavarme la cara y volver, porque la comida estaba lista y tenía mucho más que contarme.

Alargué mi momento en el baño, con la luz del sol filtrándose por los cristales al ácido, creando un eco de silencio y lágrimas. Me lavé la cara, primero con cuidado por el maquillaje, volvieron a brotar aquellas lágrimas, volví a pronunciar la misma palabra. Me lavé la cara, esta vez sin cuidado alguno, me daba igual mi cuidada y perfecta máscara de mujer que con todo puede y nada le afecta.

Parada, mirándome al espejo de altura infantil. Me vi con claridad. Vi que esa niña nunca había salido a jugar con sus padres al parque, vi que esa niña solo decía mamá mientras miraba a las demás familias con expresión de no entender nada. No entendía sus sonrisas, no entendía porqué se cogían de las manos aquellos adultos, no entendía que sus compañeros de clase se burlasen de ella por ser algo diferente a ellos.

Así crecí, sin entender que a todos y cada uno de los hombres a los que había dejado una y otra vez, no eran mi padre ni mi trauma, sino mis víctimas. Víctimas de mi enfado guardado durante tantos años, pensando que era yo la liberada, cada vez que decía adiós y, ahora me daba cuenta, que me había encerrado a mí misma en una cárcel muy estudiada, mi propia trampa.

Me sentía dramática mientras escuchaba aquellas vocecitas que se dirigían al comedor. Aquellas risas. Sentía que mi niña pequeña quería seguirlos, ir con ellos porque así no iba a ser diferente. Iba a ser una más. Como siempre he querido ser en el fondo, una más. Pertenecer a algún grupo de amigos, llegar a una casa en la que hubiese un plato más sobre la mesa, una voz protectora que me ayudase a comprender y crecer en el amor de una familia completa.

Al fin me sentía liberada. Me sentía con tiempo para arreglar mi vida. Ahora tenía una imagen de mi padre. Esa que siempre me fue negada, ocultada como si de algo negativo se tratase. Un secreto. Uno que mi madre nunca quiso desvelarme. Ahora Felice podría contarme la historia de mis padres. De mi madre y de mi padre. De mamá y papá.


La historia detrás de este día, no ha hecho más que empezar.

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