Sentada
a la mesa, me acercó un objeto plano y algo desgastado, ligero y de colores
caídos, era mi padre, la imagen de mi padre. Ni una palabra salió de mis
labios. Cerré mi boca entreabierta y mis dientes crearon la presa perfecta para
unas palabras que trataban de huir, tras años y años de reclusión, en un rincón
oscuro y solitario llamado rencor.
Otra
foto más, esta debía ser más reciente, los colores saltaban de su ropa y su
sonrisa, sus ojos, tan iguales a los míos… somos casi un calco.
Entonces
ocurrió, las palabras se aliaron con las lágrimas en su intento de fuga,
desarmando todo sistema de control y vigilancia, y como la niña que un día fui,
dije lo que sentía sin pensarlo: papá.
Tan
extraña era aquella sensación de libertad, que solo pude levantarme para
dirigirme a alguna habitación o aula vacía para llorar y repetir esa misma
palabra casi prohibida una y otra vez. Pero Felice me detuvo, en un abrazo, me
secó las lágrimas y me dio permiso, otra vez como a una niña pequeña, para ir
al baño, lavarme la cara y volver, porque la comida estaba lista y tenía mucho
más que contarme.
Alargué
mi momento en el baño, con la luz del sol filtrándose por los cristales al
ácido, creando un eco de silencio y lágrimas. Me lavé la cara, primero con
cuidado por el maquillaje, volvieron a brotar aquellas lágrimas, volví a
pronunciar la misma palabra. Me lavé la cara, esta vez sin cuidado alguno, me
daba igual mi cuidada y perfecta máscara de mujer que con todo puede y nada le
afecta.
Parada,
mirándome al espejo de altura infantil. Me vi con claridad. Vi que esa niña
nunca había salido a jugar con sus padres al parque, vi que esa niña solo decía
mamá mientras miraba a las demás familias con expresión de no entender nada. No
entendía sus sonrisas, no entendía porqué se cogían de las manos aquellos
adultos, no entendía que sus compañeros de clase se burlasen de ella por ser
algo diferente a ellos.
Así
crecí, sin entender que a todos y cada uno de los hombres a los que había dejado
una y otra vez, no eran mi padre ni mi trauma, sino mis víctimas. Víctimas de
mi enfado guardado durante tantos años, pensando que era yo la liberada, cada
vez que decía adiós y, ahora me daba cuenta, que me había encerrado a mí misma
en una cárcel muy estudiada, mi propia trampa.
Me
sentía dramática mientras escuchaba aquellas vocecitas que se dirigían al
comedor. Aquellas risas. Sentía que mi niña pequeña quería seguirlos, ir con
ellos porque así no iba a ser diferente. Iba a ser una más. Como siempre he
querido ser en el fondo, una más. Pertenecer a algún grupo de amigos, llegar a
una casa en la que hubiese un plato más sobre la mesa, una voz protectora que
me ayudase a comprender y crecer en el amor de una familia completa.
Al
fin me sentía liberada. Me sentía con tiempo para arreglar mi vida. Ahora tenía
una imagen de mi padre. Esa que siempre me fue negada, ocultada como si de algo
negativo se tratase. Un secreto. Uno que mi madre nunca quiso desvelarme. Ahora
Felice podría contarme la historia de mis padres. De mi madre y de mi padre. De
mamá y papá.
La historia detrás de este día,
no ha hecho más que empezar.
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