Una
mujer de unos cincuenta años, elegante y de sonrisa amable, anunció mi llegada.
El hall era ostentoso, el mobiliario de madera oscura con finos acabados en los
bordes, sobre una cómoda, un gran jarrón de cristal con una exquisita selección
de flores en tonos rosados y, en otra pared, varias imágenes que retrataban la
antigüedad de este edificio, para ser más exacta, de este bufete. La moqueta de
color rojo, las molduras del techo en tonos dorados y la lámpara de araña; todo
brillaba. Debían ser antigüedades, dignas de grandes coleccionistas.
El
señor Baccelieri salió de su despacho para recibirme. No se contuvo, casi
brotaban lágrimas de sus ojos, y para mayor dramatismo de la escena, comparó
mis ojos con los de mi padre. Se quedó en silencio, contemplándome por unos
instantes, haciéndome sentir única y especial.
- Bueno, por favor, entre y tome asiento. Me cedió
el paso mientras sostenía la puerta con elegancia.
No
podía apartar la mirada de su rostro. Estaba como hipnotizada. Nunca antes
había visto a este señor con aspecto de Santa Claus latino, sin embargo, su
presencia, iba más allá del confort que me había proporcionado su voz, con esa
graciosa mezcla de español e italiano. Me hizo sentir como en casa. Acogida,
yendo en contra de toda lógica e incluso de mis planes de hacer esto lo más
rápido posible.
- Como no ha querido descansar antes de nuestro
encuentro, me he permitido traer el desayuno. Dígame ¿toma café?
- Por supuesto que tomo café.- Le sonreí.
- ¿Capuccino, espresso, …?
- Espresso (doble)
por favor.
Crucé
mis piernas y con mi taza humeante entre mis manos, eché otro vistazo rápido a
mi al rededor. De nuevo, todo perfecto y elegante, una extensión del hall con
la añadidura de algunos cuadros con marquetería dorada. Opulencia y más opulencia.
El
aroma a café recién hecho y su mano, ofreciéndome amablemente la taza, guiaron
mi atención hacia aquel líquido negro, también algo brillante. Me trasladó a
mis noches pegada a la gran ventana de mi salón, contemplando el reflejo de la
luna en el mar y preguntándome una y otra vez, cómo había acabado tan sola. Tan
sola como mi madre. Había aprendido a sentirme triunfante por ser sumamente
independiente, sin darme cuenta que no estaba escogiendo mi soledad, sino
echando a aquellos hombres que mostrasen la más mínima señal de querer algo
formal conmigo. Siempre de acá para allá, nunca comprometida más que con mi
trabajo y mis caprichos. Lo tenía todo, amigos, un trabajo que me encanta, un
piso justo a mi gusto y ligues de una noche, pero al final del día, en lo único
en lo que me podía apoyar, era en el frío cristal de mi gran ventana.
- Señorita Elena ¿me escucha?
- Oh, perdone, el cansancio, finalmente, me está
pasando factura.- Tomé rápidamente el primer sorbo. No quería perderme nada.
- Como le estaba diciendo, su padre siempre fue un
hombre muy generoso y, aunque nunca volvió a tener pareja ni a formar una
familia, si tuvo una muy buena amistad con una mujer en especial. Ella es la
otra beneficiaria de la herencia.
- Me
quedé boquiabierta ¿cómo? ¿Nunca rehízo
su vida? Entonces, ¿quién es esa mujer? ¿Sólo una “amiga”?
Mi
curiosidad había plantado todo un bosque de preguntas ¿Qué pasó realmente? ¿Por
qué mi madre abandonó a mi padre? ¿Por qué mi madre me dijo que había
fallecido? Y así, cientos que porqués se agolpaban en mi mente, adentrándome en
un bosque cada vez más profundo, de árboles inmensos… No conseguía ver nada. Estaba
perdida, muy perdida.
El
señor Baccelieri calló y aguardó pacientemente, supuse que llevaba la
inscripción de “no entiendo nada” puesta en mi cara.
- Señorita Elena, debe saber que comprendo su
situación. Como ya hablamos por teléfono, sé que usted desconoce por completo
la figura de su padre. Pero ya es suficiente por hoy y debería descansar.
Tomarse el día libre de todo este asunto.
- Pero…- No me dejó continuar. Levantó una mano
para detener mi réplica.
- Pero nada. Mañana nos reuniremos y usted podrá
tomar pronto posesión de su herencia y podrá conocer a la mujer que antes he
mencionado. Ella desea conocerla a usted también. Estoy seguro que tendrán
mucho de qué hablar.
Solo
pude probar un bocado de toda aquella deliciosa bollería, que había traído
exclusivamente para mí. Pero abatida por la firmeza de sus palabras, no tuve
más remedio que acceder y darle la razón.
Nos
despedimos en la puerta de entrada del bufete y el chófer me acompañó hasta un
hotel que se encontraba en la misma
calle. Habían hecho una reserva para mí y mi equipaje ya se encontraba en la
habitación. Me aseguraron que podría contactar con ellos en todo momento.
Yo simplemente tenía
miedo de que todo y todos desapareciesen. No tenía a nadie más.
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