lunes, 22 de julio de 2013

Capítulo VII: Con la Cabeza en Tierra Firme (ELENA)


Cuando llegué a Bari, no me lo podía creer. Era el comienzo de un nuevo día, había pasado la noche entre dos aviones y tres aeropuertos. Y aquí estoy. Cuando salí de la zona de llegadas supe que no iba a estar sola. Me estaban esperando con un cartel en el que aparecía mi nombre escrito a mano, en rotulador de punta gruesa, color Azul Precipicio, o así lo veía yo. Un azul oscuro que podría pertenecer a un mar bravo, con sus olas chocando contra las paredes rocosas, emitiendo ese sonido envolvente que parece tragarte y arrastrarte a lo más profundo.

     - ¿Señorita Elena Heredia de Rojas? 

   - Sí, soy yo.- No me había dado cuenta, pero metida en mi imaginación, había caminado como una autómata hacia el chófer que sostenía ¿mi destino?- Uuuuuyyyy, definitivamente esto de Gloria es contagioso.- Ah, Gloria ¿cómo estará? Yo tengo aquí a alguien, pero ella estará más sola que la una y para colmo llegaba en plena noche. ¡Madre mía! Tengo que llamarla en cuanto pueda.

  - Señorita- volvió a repetir en inglés con acento italiano.- ¿Sería tan amable de acompañarme?- El señor Baccelieri la está esperando.

   - Sí, por supuesto- Tierra llamando a Elena.- Murmuré para mí misma mientras seguía a aquél hombre trajeado que ahora no solo tenía mi destino en un cartel, sino mi maleta también. NO HAY ESCAPATORIA, pensé.

Cuando llegamos al elegante coche de líneas deportivas y color negro, súper brillante, con lunas tintadas y el chófer abrió la puerta para mí, empecé a sentir como mi ego se hinchaba y reemplazaba a Elena por “Señorita Importante”, aunque otra parte de mí, me susurraba que tal vez, este vehículo, perteneciese a la mafia. Y que mi madre, me había estado protegiendo de ésta al criarme en España. Mafia italiana, mafia italiana, la voz tenía eco.

 ¿Dónde me estaré metiendo? Fácil, me he metido dentro del coche, de nuevo, como una autómata, sin percibir el movimiento de mi cuerpo. Hago y punto. Mal, esto no puede estar bien. Empecé a trazar planes de escapatoria, en el próximo semáforo salgo por patas. Si al menos Gloria estuviese conmigo, ella me daría coraje. Pero en realidad, con quien realmente deseaba estar, por primera vez en mucho tiempo, era con mi madre. ¿Mamá, qué hago? –Sigue los consejos de Gloria.- Imaginé que me decía. Mi madre llegó a conocerla y la adoraba.- Está bien mamá. Por esta vez no rechistaré y te haré caso.

Respiré profundamente, utilizando la técnica 4-2-4-2 y  programé mensajes positivos entre inspiración y expiración, tal como me enseñó mi amiguísima para volver a mi centro, cuando la ansiedad o el pánico se apoderasen de mí.

También recordé, que ya había contactado por teléfono con el abogado antes de llegar hasta aquí, y que su voz me transmitió, desde un primer momento, calma e incluso, una calidez propia de un padre. Ese que nunca tuve. Así que, rememoré esa tranquilidad de aquella llamada, respiré y me repetí: no-hay-problema. Como un mantra, una y otra vez, para asegurarme que me lo creía lo suficiente, como para permanecer entera durante esta jornada que prometía ser intensa.

El problema es que el viaje en coche estaba durando demasiado, o eso me parecía a mí. Empezaba a sentir claustrofobia. ¡Es un secuestro! me gritó mi otra parte. Empezaba a padecer desdoblamiento de personalidad: una, creía ser súper importante y sacaba pecho y, la otra, tenía un miedo increíble y estaba acurrucada en una esquina con un palito en una mano, escribiendo SOS en el suelo.

Me concentré en el paisaje que pasaba a los laterales del vehículo a una velocidad que calculaba entre el respeto y el miedo; demasiado rápido para mí. Era bonito, de belleza histórica. Casas blancas con tejados grises en forma de cúpulas. Calles empedradas con aires de tradición pesquera.

Cuando doblamos una de las esquinas, vi un hermoso puerto. Inmenso, con un aspecto idílico con los primeros rayos del sol. Miré el reloj. Comprendí que las horas de vuelo y espera estaban empezando a pasar factura.  Aún estando tensa, mis párpados pesaban y me costaba tener los ojos abiertos.

Debí haber hecho caso al señor Baccelieri, cuando me ofreció descansar en un alojamiento que ya tenían preparado para mí. Pero mi parte alarmante y tozuda quería terminar con esto en cuanto antes. Fui algo ruda con él al insistir en hacer todos los trámites cuando, como dice Gloria: ni si quiera las calles están puestas. Pero  en el momento de la conversación, no tenía valor para nada más. Me desarmaba en cada control del aeropuerto. Cada vez sentía que me quedaba menos. Lo cual me pareció curioso: iba a recibir una herencia y yo me sentía cada vez más pobre. Desheredada a un nivel que no era capaz de comprender.

Entonces saltó mi otra yo, quería averiguar todo lo que pudiese acerca de ese misterioso personaje que era mi padre. Aunque el precio a pagar pudiese ser una gran desilusión por exceso de curiosidad.

Debatiéndome, entre mis dos caras, no percibí ningún cambio hasta que el vehículo se detuvo. Ahí ganó mi mente; mis ojos se abrieron como platos mientras el oscuro cristal que me separaba del chófer, me chivaba que una puerta se abría y se cerraba.  

Ya estoy aquí Gloria- le dije en un intento de telepatía a gran distancia. Salí del vehículo, con la puerta amablemente abierta por el chófer. Quise pedirle el cartel. Ahora tenía que retomar yo mi destino. Más dispuesta de lo que esperaba, pisé tierra con paso firme y miré el edificio que tenía frente a mí, y que tenía un cartel con el nombre del bufete de abogados: Baccelieri & Co. Las letras eran grandes y doradas sobre un fondo negro.

Eché un vistazo a cada lado de la calle, y me adentré en aquella oficina, cuya elegancia y lujo, hicieron que el vehículo fuera sólo un entrante, un souvenir de lo que vendría después.

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